miércoles, 2 de febrero de 2011

Llamada de un corazón méndigo a la nostalgia

  Inicio este afanoso y descarado propósito de conectar con las artes cuentistas recordando un momento en la historia de Salta donde el espíritu del barrio de Flores, territorio del Ángel Gris, se poso en el pequeño barrio Don Emilio.
   Allí este melancólico suspiro encontró siete almas donde echar raíces: Adrian, el tango que siempre sonaba aunque se cambiara de radio, tenía el don de conocer todas las canciones; Tomás, el amante empedernido, sus romances correspondidos y los no tanto fueron legendarios y esenciales en muchas andanzas; Beto, el tren que pasa dos veces, aventurero como pocos, cuando la suerte se le negaba él estaba dispuesto a darle otra oportunidad; Diego, el eterno buscador del destino, creía encontrarlo en cada actividad que emprendía; Alfredo, el que se animó a salir con una geminiana, más adelante se explicará la gravedad del caso; Nicolás, no tenía ni un pelo de tonto, es más, no tenía ni un pelo, apasionado del ajedrez y un estratega invencible; Leonardo, el grillo del

zaguán, apodo que le quedó tras exóticos romances en un zaguán, sus relatos sexuales eran las delicias en las noches en que se hacía presente.
   Pasaban lunas enteras de largas charlas que casi nunca llevaban a nada, buscaban la belleza de las mujeres en el trasfondo de sus palabras y gestos, compartían sus desgracias que resultaban comunes a todos, eran defensores de abusados y forjaban mediante desaires emocionales extrañas hipótesis que parecían comprobarse en ciertas ocasiones.
   Se reunían en “la casa del mono”, un lugar mítico donde encontraban todas las comodidades necesarias para llevar adelante sus actividades y experimentar con cepas poco conocidas y de dudosa procedencia. Cuando no podían reunirse allí (porque el mono no estaba) lo hacían en un canchón testigo de sus habilidades telúricas y muy esporádicamente deportivas. Un tanque de agua marcaba este punto de reunión y nadie se privaba de dejar su marca en él, estos siete muchachos no fueron la excepción y supieron decorarlo con una insignia azul que rezaba una frase describiendo sus almas.
   Sus historias fueron muchas y variadas, ya las iremos conociendo en próximas lecturas, sin embargo ese espíritu que supo unirlos les puso pruebas más difíciles y ahora se los encuentra separados. Por distintos caminos se los ve llevar con un silencioso orgullo la bandera de “méndigos” como se hacían llamar.
   Hoy, un piojo azul desgastado por los años y las inclemencias de una ausencia que crece sin motivo ya aparente espera su reencuentro en ese tanque gris como el recuerdo que inspira a este relato.




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